*Hemos
hallado el Mesías* SAN ANDRÉS APÓSTOL (+ s. I)
Rev. Noel Diaz
La liturgia griega distingue a San Andrés con el título de
“protocletos”, “el primer llamado”; pero, en rigor, este título ha de
compartirlo con el apóstol Juan; ellos fueron los primeros que, en una tarde
inolvidable, escucharon las palabras, nuevas para el mundo, de Jesús. Este
recuerdo, siempre fresco en la memoria de Juan, ha quedado esculpida en su
Evangelio.
Juan Bautista, austero y centelleante, había encendido los
ánimos y alentado la esperanza del pueblo judío, que ansiaba al Redentor. Jesús
en Nazaret cuelga las herramientas de carpintero—su Madre lo mira expectante—y,
envuelto en los peregrinos, se hace bautizar por Juan en el Jordán. Iba a
empezar su vida pública. Una de aquellas tardes, el Bautista se encuentra
dialogando con sus discípulos, a corta distancia pasa Jesús. El Bautista
exclama, con voz y mirada de profeta: “He ahí el Cordero de Dios”. Juan y
Andrés se miraron con ojos encendidos; atónitos, siguen a Jesús de cerca. Atrás
queda el Bautista. El mundo da aquí el primer paso hacia Jesús. Jesús acepta y
agradece su gesto al decirles: “¿Qué buscáis?” Quieren saber dónde vive para
dialogar en la intimidad y en el secreto del hogar. Hay por medio un misterio
que no se puede decir en la calle.
“Rabbí, que quiere decir Maestro, ¿dónde habitas?” “Venid y
ved”, les dijo Jesus. Le acompañaron a su morada. Una de tantas cabañas para
guardianes de campos que aún hoy se conservan. Allí pasaron con Jesús desde las
cuatro de la tarde hasta el anochecer.
Nos conmueve pensar en el diálogo de aquella tarde entre
Jesús y los dos discípulos del Bautista. Aquellas palabras de Jesús, que inicia
su vida pública de una forma tan sencilla, debieron de ser como las primeras
flores intactas de una rica primavera o como el agua primera de una fuente. El
mundo no había hollado esas palabras ni los hombres habían adulterado su
contenido. Palabras recién estrenadas para un mundo que debía encontrar en
ellas su salvación. Alborea alegre la era de la gracia. Las palabras de Jesús
iban horadando los corazones de aquellos pescadores sencillos, ya preparados
por la predicación de Juan. Aquel gozo espiritual, aquel descubrimiento
insospechado llenó de un entusiasmo sin doblez el corazón de Andrés. Al llegar
a casa con la impresión de la entrevista, dijo a su hermano Pedro: “Hemos
hallado el Mesías”. Y Pedro contagiado por la fe de su hermano, corre a Jesús,
y en Él encontró la hora inicial de una singular grandeza. Empieza a granar el
mensaje de Jesús en los pobres. No fue ésta, sin embargo, la llamada
definitiva.
Andrés volvió a mojar sus pies en el lago de Genesaret, a
echar las redes y a sufrir los encantos y desencantos anejos al duro oficio de
pescador.
Las barcas se alinean junto a la costa; los pescadores,
descalzos, preparan sus redes o hacen el recuento de la pesca recogida; cae el sol,
lento y majestuosamente; hay alegría y esperanza. Pasa Jesús y junto aquellos
pescadores en faena lanza la red de su llamada: “Venid y os haré pescadores de
hombres”. Allí quedó todo: el mar y la barca, peces y redes, y se fueron en pos
de Jesús. Eran Andrés y Pedro. Después Santiago y Juan.
Durante los tres años de la vida pública, la vida de San Andrés
se hunde en el anonimato. Rápidos destellos fulgurantes nos descubren apenas la
contextura espiritual del apóstol. Una vida andariega, azarosa, junto al
Maestro, oyendo y empapándose del embrujo desconcertante de sus enseñanzas y de
su vida. Privaciones, sufrimientos y la amargura final de una decepción cruel a
la muerte de Jesús.
Pocas veces nos citan su nombre los evangelios. En la
multiplicación de los panes se hace, cargo de la imposibilidad de dar de comer
a la multitud con cinco panes y dos peces. “Señor, aquí hay un joven que tiene
cinco panes y dos peces. Pero ¿qué es esto para tanta gente?” También con
Felipe sirvió de intermediario entre Jesús y unos griegos, llegados para la
fiesta de la Pascua que querían verle, asombrados por el ardor de la gente que
seguía al Maestro. Su nombre aparece, por excepción, entre los tres discípulos
predilectos—Pedro, Juan y Santiago—cuando éstos pedían explicaciones a Jesús
sobre los acontecimientos del fin de Jerusalén y sobre la predicción sombría
del fin del mundo. A esto se reducen los relatos evangélicos.
De ellos se deduce que era natural de Betsaida. Ciudad
situada junto al lago de Genesaret, visitada frecuentemente por Jesús y
favorecida con multitud de milagros, no supo corresponder a esta predilección
de Cristo, por lo cual fue duramente maldecida por Él. De allí salieron
Santiago, Juan y Felipe, además de Pedro.
De oficio era pescador, por lo que su vida se desarrollaba
en el lago y sus alrededores. Participaba de los vicios y virtudes de los de su
clase, sometidos a una vida y un paisaje que influía hondamente en sus
caracteres. “Los pescadores son gentes, por lo general, sencillas y poco
cultas. Estos hombres enjutos, curtidos al sol y al viento, viven entregados
totalmente a su oficio, tienen que pasar noches enteras sin dormir, en
maniobras ininterrumpidas con las redes” (William). En esta vida dura y áspera,
con sus muchos fracasos y escasa alegrías, fue donde se forjó la firme vocación
del apóstol. La intrepidez y la constancia, alentada por la fuerza del Espíritu,
hizo de él un apóstol decidido.
Vivía, aunque mayor, con su hermano Pedro. Con éste se
trasladó desde Betsaida a Cafarnaúm cuando Jesús hizo a esta ciudad centro de
sus operaciones apostólicas.
No sabemos con seguridad si estaba casado, como Pedro, o
soltero. Ni el Evangelio ni la tradición posterior nos dicen nada claro sobre
esta materia. Las opiniones de los Santos Padres y escritores antiguos se
dividen y no es posible encontrar una solución clara. La opinión más común es
que todos los apóstoles, excepto Juan, estuvieron casados. También podría ser
que los dos primeros apóstoles que hablaron con Jesús fueran vírgenes. De
cualquier modo, todo lo dejó por seguir a Cristo.
Aparece San Andrés como hombre de índole calmada y serena,
opuesto a la impetuosidad característica de su hermano Pedro. De corazón noble
y abierto, inspiraba simpatía y confianza. De carácter sensible, era fácil al
entusiasmo sencillo cuando una gran idea le dominaba. Aunque participó en las
pequeñas rivalidades de los apóstoles sobre cuál sería el mayor y podía
presentar el título de “primer llamado”, no parece, sin embargo, apetecer
grandes cosas. Le vencían en atrevimiento y en arrojo los hijos del Zebedeo, y
sobre todo su hermano Pedro. Más sensato y prudente, Andrés; más pagado de sí
mismo, y, por lo tanto, sujeto a más imprudencias, Pedro; los dos de espíritu
leal y constante, sano y abierto. Si alguna virtud ha de calificarle, sería la
sencillez.
Todo esto se deduce de las referencias bíblicas y también de
las noticias que nos dan los Santos Padres y los escritores eclesiásticos. En
cuanto a éstas, que recogen la tradición en torno al santo apóstol, no todas
son igualmente ciertas, y por eso es conveniente distinguir lo cierto de lo
dudoso.
Entre los documentos más antiguos que hablan de San Andrés,
es importantísima la carta de los presbíteros de la iglesia de Acaya dirigida a
toda la Iglesia. En ella, cariñosa y largamente, se narra el martirio de San
Andrés en la ciudad de Acaya. De esta carta proceden la mayor y mejor parte de
las noticias que nos da la antigüedad cristiana. Además, cada día los eruditos
que han estudiado este documento, se inclinan a darle más valor histórico, si
no en las circunstancias, sí en lo substancial del relato. En ella nos vamos a
apoyar para lo que sigue.
Es tradición que después de la venida del Espíritu Santo le
correspondió a San Andrés evangelizar la Escitia, cuna de pueblos bárbaros y
feroces, en la parte sur de la Rusia actual, junto al mar Negro. Mas, como los
demás apóstoles, no se limitaría a una sola región. La tradición recogida por
los escritores antiguos nos da noticias de otras tierras evangelizadas: Asia
Menor, Peloponeso, Tracia, Capadocia, Bitinia, Epiro. Traspasaría el Cáucaso y
penetraría en las fronteras del Imperio romano. Estas tierras vendrían a ocupar
en el mapa moderno, al menos en parte, las regiones de Grecia, Turquía,
Bulgaria, Albania, Yugoslavia, Rumania, Ucrania y, sobre todo, las ciudades
junto al mar Negro.
A San Andrés atribuye Nicéforo, en su catálogo de obispos de
la Iglesia de Bizancio, la creación de esta sede, tan importante en el Oriente
por su esplendor político y religioso frente a Roma. Dice Nicéforo: “El apóstol
Andrés fue el predicador del Evangelio en Bizancio. Construyó un templo, donde
se rogaba a Dios con santas oraciones, y ordenó obispo a su sucesor”.
Evangelizó, pues, según esta tradición, la ancha zona de contacto entre Europa
y Asia habitada por gentes refinadamente cultas, degradadas en sus cultos
misteriosos y en sus costumbres corrompidas; o por gentes de instintos salvajes
y bárbaros, que amenazaban la seguridad del pueblo romano.
San Isidoro de
Sevilla recoge la tradición que dice que el apóstol Andrés predicó a los
etíopes.
Más explícita es en cuanto al martirio la narración de los
presbíteros de Acaya. No se puede dudar, a la luz de tantos y tan graves
testimonios, que murió en Patras ciudad de la región de Acaya, en la península
de Crimea. Ciudad helénica que debe su celebridad precisamente al martirio de
San Andrés.
El martirio consistió en ser colgado en una cruz aspada en
forma de equis (X). La tradición la llama cruz de San Andrés y es el símbolo
tradicional para distinguir a este apóstol. El arte la ha consagrado así. Cruz
distinta en su forma a la de Jesús y Pedro. Tampoco fue clavado en ella, sino
atado con fuertes cordeles por las extremidades, a fin de prolongar su agonía y
hacer su muerte más dolorosa.
Jesús y los dos hermanos—Pedro y Andrés—fueron crucificados,
aunque cada uno de forma diferente. Cristo les reservó una muerte semejante,
como un lazo que los une en la vida y en la muerte, en la fidelidad a la misión
evangelizadora, en el testimonio último de la sangre. Asemejarse a Jesús hasta
en la muerte es una gracia que Dios otorgó a los dos pescadores de Galilea.
Estas son las circunstancias de su martirio. Llega Andrés a Patras
de Acaya, y su predicación es tan bien recibida por los paganos, que en poco
tiempo son muchos los que creen en la predicación y en los milagros del
discípulo de Cristo. En Roma se perseguía ya a los cristianos. Por los caminos
del Imperio, hollados pacíficamente por los apóstoles, corrían las noticias de
que en la Urbe no era grata la secta de los cristianos. Egeas, procónsul romano
en Acaya, temió la rápida eficacia de la predicación de Andrés, y por fidelidad
a Roma inició la persecución. No se dirige directamente al apóstol, sino a sus
discípulos. Y éste, superando los momentos de turbación, se presenta
directamente a Egeas. Va a jugar su última batalla. Quiere atraerle dulce o
severamente a la verdad o morir en testimonio de esa verdad que predica.
Frente a frente Andrés y Egeas, van a discutir de los altos
misterios del cristianismo. Andrés predica la salvación por la cruz de Cristo:
pero Egeas, pagano, que sabe que la cruz es el castigo infamante propio de
esclavos, afrenta suprema entre gentiles, se mofa de la muerte ignominiosa de
Cristo en la cruz. El Santo, encendido en celo y en santa ira, hace un elogio
lleno de vida de la cruz y de su poder salvador en Cristo. Se le escapan dos
lágrimas, que denotan, no dolor, sino el ansia de morir en la cruz, de imitar
al Maestro hasta en la muerte.
“Las almas perdidas—dice el apóstol—hay que rescatarlas por
el misterio de la cruz.” El corazón de Egeas se endurece. Un romano nunca podrá
esperar la salvación de un crucificado. Intenta disuadir al Santo de sus
propósitos, pero todo es inútil: la obsesión santa de la cruz le hace desear en
su corazón tal género de martirio, y la maldad endurecida del procónsul no
tiene inconveniente en dar este suplicio refinado a aquel hombre que le predica
una verdad absurda, que no comprende. Una vez más, la verdad clara de Cristo
luchando con las tinieblas paganas hasta hacer correr la sangre de los que llevan
la antorcha de la luz.
Antes de colgarlo en la cruz aspada manda azotarlo
bárbaramente. El deseo de la cruz lo devora, y es más tardo el verdugo para
ponérsela en los hombros que el Santo para abrazarse con ella. Al verla arde su
corazón en un monólogo íntimo y expresivo, una cordial bienvenida al ser
deseado largamente. Como al niño a quien su sueño más bonito se le convirtiera
en una realidad. Este es el saludo: “Me acerco a ti, ¡oh cruz!, seguro y
alegre; recíbeme tú también con alegría. Acuérdate que soy discípulo de Aquel
que pendió de ti. Siempre me has guardado fidelidad y yo ardo en deseos de
abrazarte. ¡Oh cruz, llena de bienes!, tú has robado la belleza y esplendor de
los miembros del Señor, que eran las piedras preciosas que te adornaban. ¡Cuánto
tiempo te he deseado, con qué ansiedad y constancia te he buscado, y por fin mi
espíritu, que te añoraba dulcemente, te ve delante de mí! Líbrame de los
hombres y llévame a mi Maestro, para que de tus brazos me reciba quien en tus
brazos me salvó”.
En esta cruz tan ardientemente apetecida estuvo cuatro días
y cuatro noches, explicando las últimas lecciones, y las más hermosas, a los
discípulos, que no se quitaban de su lado. Los confortaba, los animaba a sufrir
y a esperar. Aquella lenta agonía le hacía gustar con más fruición el fin de
sus días, la inmolación por el Maestro. Poder testimoniar y rubricar con la
propia sangre lo que fue semilla de verdad por los caminos del mundo. La misión
de apóstol estaba cumplida, y de los ásperos brazos de la cruz voló a los
brazos calientes de Jesus. Su cuerpo, recogido con cariño por los discípulos,
fue enterrado por una noble matrona.
Hasta aquí el relato resumido, del cual bien podemos tener
por cierto la substancia del hecho, envuelto en unas circunstancias que lo
hacen más jugoso y admirable.
Andrés ha sido un apóstol, ha coronado felizmente su carrera
apostólica. El apóstol da testimonio de la verdad del que le envía. La llamada
de Jesús le ha conferido un sello imborrable y le ha confiado una misión. El apóstol
es el enviado de Jesús, y aquí está su grandeza. No en sus dotes personales, en
sus valores humanos, en su actividad, en su influencia; la magnitud de su
personalidad reside en que un día Jesús puso en él sus ojos, comprendió la
mirada penetrante, aceptó la misión que se le encomendaba y fue fiel hasta la
muerte al mensaje recibido de Jesús, sin arredrarse ante la muerte ni ante los
poderes humanos. Ser apóstol es orientar la vida y la obra hacia Jesús y hacia
los hombres: recibir de Jesús palabra y vida y dar a los hombres, sin
adulterarla, sin cambiarla, esa vida y esa palabra. El don del apostolado lleva
a esto, a dar la vida, a sellar la palabra recibida con la muerte si así lo
quiere Jesús. Y esto con fe, con alegría y con amor. Ser apóstol es dar
testimonio de Jesús hasta lo último.
Entre las virtudes de San Andrés destacan la mansedumbre y
la humildad, la sencillez e ingenuidad de su alma, el entusiasmo sincero por
aquel Jesús a quien conoció una tarde inolvidable junto a las aguas del Jordán.
El “primer llamado” demostró una gran constancia en la predicación y una
paciencia inquebrantable en el dolor, dice el breviario godo.
El amor a la cruz, fuente de vida, deseo de redención, forma
la aureola mística de nuestro Santo. Los cristianos encuentran en este testigo
del Evangelio no sólo la aceptación resignada, sino el afecto gozoso a este
bárbaro instrumento de suplicio. Nos enseña a cargar con la cruz de cada día,
como Jesús quiere de nosotros. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a
sí mismo, tome su cruz y me siga.” Mc 8,34
Las crónicas antiguas nos refieren multitud de milagros de
San Andrés. Este poder asombroso de hacer milagros era una prerrogativa
apostólica, un poder singular que Cristo concedió a sus apóstoles para
facilitarles su predicación y en testimonio de ella. Sin embargo, aunque hizo
muchos milagros, no nos consta que los que se nos cuentan sean auténticos.
El culto de San Andrés se extendió por toda la Iglesia,
tanto oriental como occidental. Varias iglesias se disputan la gracia de poseer
sus sagradas reliquias.
En las artes, la escultura y principalmente la pintura han
dedicado una atención, artísticamente lograda, a San Andrés, sobre todo en la
escena de su martirio. Entre los españoles destacan Murillo y Ribera, “el
Españoleto”: éste pintó más de un cuadro del Santo. Entre los extranjeros,
Miguel Angel y Rubens. Todos han intentado plasmar la dulzura y serenidad de
San Andrés en el suplicio de la cruz. Así el arte sirve a las narraciones
históricas.
Es importante notar que el mana que sale de la reliquia de
San Andrés ocurre puntualmente el 28 de enero, en el aniversario del
descubrimiento de las reliquias de San Andrés. Además, el maná también se
recoge durante las fiestas principales de la basílica de San Andrés en Amalfi,
Italia: el 26 de junio y durante el mes de noviembre, que está dedicada al
Apóstol – y sobre todo noviembre 30, en el aniversario de su martirio.
Se le honra como patrón de Rusia y de Escocia. Andrés es el
santo patrón de la ciudad de Patras. Según la tradición, sus reliquias fueron
trasladadas de Patras a Constantinopla y de allí a San Andrés. Leyendas dicen
que las reliquias fueron vendidas a los romanos. La cabeza de Andrés,
considerada una de los tesoros de la Basílica de San Pedro, fue dada por el
déspota bizantino Tomás Paleólogo al papa Pío II en 1461. En los últimos años,
por decisión del Papa Pablo VI en 1964, las reliquias que se guardaban en la
Ciudad del Vaticano fueron enviados de vuelta a Patras. Las reliquias, que
consisten en el dedo meñique, una parte de la parte superior del cráneo de
Andrés, y pequeñas partes de la cruz, desde entonces han sido mantenidos en la
Iglesia de San Andrés en Patras, en un santuario. Ellos son venerados en una
ceremonia especial cada 30 de noviembre.
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