Iglesia Anglicana

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San Andres Apostol

sábado, 3 de diciembre de 2016

LA ALEGORÍA DE LAS DOS MUJERES


Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Gálatas 4:21-31 constituye uno de los pasajes más emblemáticos de esta extraordinaria epístola paulina. De hecho, serán muy pocos los lectores de la Biblia que no lo conozcan. Partiendo de los relatos genesíacos referentes a los nacimientos de Ismael e Isaac, hijos de Abraham, cada uno de una mujer distinta (vv. 22-23. Cf. Gn. 16 y 21), elabora el Apóstol de los Gentiles todo un cuadro mediante el cual vehicula uno de los puntos distintivos de su teología: la dicotomía entre las economías mosaica y cristiana, vale decir, la ley frente a la Gracia. En ningún momento pretende San Pablo negar la realidad histórica de los personajes de Sara o de Agar; únicamente los emplea como ilustraciones de la doctrina que pretende transmitir.
Podemos deducir de la alegoría contenida en estos versículos señalados que la exposición del Apóstol gira en torno a los siguientes dos binomios temáticos:
El primero es Nacer según la carne vs. nacer según la Promesa. El nacimiento de Ismael, el primer hijo del patriarca, se efectuó conforme a las leyes naturales, los condicionamientos biológicos que rigen las pautas de la reproducción humana y de otras especies de nuestro mundo. Abraham deseaba con vehemencia tener un hijo y, sencillamente, lo tuvo por los cauces marcados por la naturaleza, mediante el concurso de Agar, esclava de su esposa Sara. En este sentido, el empleo del término traducido como “la carne” (griego “sarx”) no reviste las connotaciones teológicas negativas que ostenta en otros escritos paulinos; solo hace referencia a la manera en que son engendrados los seres humanos en condiciones normales. Sin embargo, el nacimiento de Isaac presenta un significado totalmente distinto. Desde el comienzo de la historia patriarcal, se deja clara constancia en el texto sagrado de la edad avanzada de Abraham y su esposa Sara, así como de la esterilidad de esta (Gn. 11:30; 12:4). Ello hace del nacimiento de Isaac, hijo de ambos, un auténtico milagro, una total alteración del curso de la naturaleza, máxime tratándose de unas épocas en las que no existía nada parecido a la fecundación “in vitro” ni ninguna otra de las técnicas que hoy se emplean para combatir la esterilidad. Toda la narración sagrada es unánime en presentar la gestación y el nacimiento de Isaac como obra de una intervención divina muy directa en la Historia de la Salvación. Ismael nace conforme a los cauces marcados por la biología; Isaac, en cambio, por una manifestación especial de la Gracia de Dios, que actúa con un propósito de amplios alcances: Isaac se convertiría en el padre de Jacob, el cual sería a su vez el progenitor de las doce tribus de Israel, y por tanto ancestro directo del Mesías. No deja de resultar algo extraordinario el pensar que toda la Historia de la Salvación se inicia con una pareja de ancianos, de la cual la esposa era una mujer estéril. La promesa divina siempre es soberana, por encima incluso de las propias leyes naturales y sus condicionamientos.
Y cuando leemos en el v. 28 de Gá. 4 que “nosotros, como Isaac, somos hijos de la promesa”, no podemos por menos que manifestar una inmensa gratitud al Supremo Hacedor. Nuestro nacimiento en este mundo, nadie lo pone en duda, ha obedecido a las mismas leyes naturales que hicieron posible el de Ismael y el de la totalidad del género humano; pero nuestro nacimiento como hijos de Dios, como discípulos y seguidores de Cristo, no está sujeto a esas pautas. Nadie puede, por su propio esfuerzo o por una simple decisión ante un asentimiento intelectual o emocional, convertirse en cristiano si Dios no se lo concede de modo específico. El propio Jesús lo afirma en un conocido pasaje (Jn. 6:65). Tomar conciencia de este hecho, implica una enorme responsabilidad, pues este nacimiento según la promesa conlleva un claro propósito al que estamos indefectiblemente llamados. Helo aquí:
El segundo es Nacer de y para la esclavitud vs. nacer de y para la libertad. Las expresiones utilizadas por San Pablo Apóstol en el texto de esta alegoría pueden resultar un tanto crudas para nuestra sensibilidad actual, pues darían la impresión de que un destino aciago pendiera sobre Ismael y sobre quienes, como él, nacen de madre esclava y vienen a este mundo como esclavos. Aun sabiendo que las figuras empleadas hacen referencia a situaciones, no de esclavitud de látigo y grillete, sino de pensamiento, el lenguaje empleado resulta duro. Pero es muy real, desgraciadamente real. La Epístola a los Gálatas responde a la necesidad que tiene el Apóstol de “poner los puntos sobre las íes” en las iglesias de Galacia, debido a la irrupción de grupos judaizantes, legalistas, distorsionadores del evangelio de Cristo, que predicaban a la sazón un regreso a las normas y estipulaciones de la ley de Moisés, con lo que representaban un penoso paso atrás en relación con las Buenas Nuevas de Jesús. Nacidos en esclavitud, solo querían esclavizar con una ideología ya obsoleta. Pero nos equivocaríamos de forma radical si contemplásemos tal cuadro como algo anecdótico acaecido en aquellos primeros años del cristianismo. Por desgracia, las sectas y los grupos legalistas no son cosa del pasado en exclusiva; en nuestros días proliferan dentro del campo cristiano los movimientos orquestados en torno al Antiguo Testamento, sus estipulaciones legales y hasta una supuesta interpretación de sus profecías, de modo que el evangelio de Jesús se convierte en algo muy secundario: las vidas de los adherentes a este tipo de sectas están completamente marcadas por puros signos externos de praxis religiosa judaizante (en el mal sentido de la palabra). Muchos de los brotes del fundamentalismo evangélico hodierno ostentan estos mismos colores, por lo que caen dentro de la cruda definición apostólica de nacidos en y para esclavitud.
El creyente en Cristo, por el contrario, nace en y para libertad. Somos libres en Jesús. Solo si él nos libera, somos realmente libres (Jn. 8:36), es decir, exentos de toda esa maraña de mandatos, observancias y reglamentaciones que suponen un yugo en exceso pesado para cualquiera, como reconoce el mismo apóstol San Pedro en Hch. 15:10. Pero esta libertad, fruto directo de un nacimiento conforme a la promesa divina, nunca debe ser mal interpretada en un sentido exclusivista. Que Dios nos haga nacer libres y para libertad no implica que él rechace a los que nacen únicamente según la carne y para esclavitud. La realidad es muy otra. Decíamos antes que hay un propósito eterno en los nacimientos según la promesa, y es este: nacemos para libertad a fin de compartirla con los que no son libres, con la finalidad de que ellos también lleguen a serlo; nacemos a la luz de Cristo para ser, a nuestra vez, cauces mediante los cuales Cristo impartirá la luz a los demás. No somos libres para nuestro disfrute exclusivo; no hemos sido beneficiarios de una promesa divina para encastillarnos en una falsa división de la humanidad entre “buenos” y “malos”, sino en tanto que colaboradores de Dios en la obra de la expansión del evangelio. Solo de este modo tienen sentido las palabras de Jesús “Vosotros sois la sal de la tierra” y “vosotros sois la luz del mundo” (Mt. 5:13,14). Quien no ha tenido la bendición de nacer libre juntamente con nosotros, puede experimentar la libertad en Cristo por medio de nuestro testimonio, y convertirse a su vez en instrumento de la Gracia de Dios para otros más, que a su vez actuarán de igual modo. Mientras haya en este mundo seres humanos sometidos a sistemas de pensamiento, filosóficos o religiosos, que los esclavicen y los alienen, seguirán naciendo hijos de Dios según la promesa para mostrarles el camino de la verdadera libertad.
La conclusión a la que llega San Pablo es clara y sin tapujos: al igual que, en los tiempos patriarcales, el que había nacido esclavo perseguía al nacido libre, así también sucede hoy (Gá. 4:29). No tiene nada de extraño. La proclamación de la libertad en Cristo echa por tierra los castillos de naipes sobre los que se cimentan los legalismos, la falsa seguridad de ser “los buenos”, “los que cumplen”, “los que se distinguen”, que proporciona. Allí donde el legalismo impera, el evangelio de Cristo no se percibe con buenos ojos, genera problemas, causa disturbios, supone una amenaza. Algunos de nuestros contemporáneos lo saben muy bien, lo viven a diario en sus propias carnes.

Pero ello solo puede impulsarnos a una más contundente predicación de las realidades del evangelio, incluso contra vientos y mareas. Por la Gracia exclusiva de Dios.

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