Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga
Gálatas 4:21-31 constituye uno de los
pasajes más emblemáticos de esta extraordinaria epístola paulina. De hecho,
serán muy pocos los lectores de la Biblia que no lo conozcan. Partiendo de los
relatos genesíacos referentes a los nacimientos de Ismael e Isaac, hijos de
Abraham, cada uno de una mujer distinta (vv. 22-23. Cf. Gn. 16 y 21), elabora
el Apóstol de los Gentiles todo un cuadro mediante el cual vehicula uno de los
puntos distintivos de su teología: la dicotomía entre las economías mosaica y
cristiana, vale decir, la ley frente a la Gracia. En ningún momento pretende
San Pablo negar la realidad histórica de los personajes de Sara o de Agar;
únicamente los emplea como ilustraciones de la doctrina que pretende
transmitir.
Podemos deducir de la alegoría
contenida en estos versículos señalados que la exposición del Apóstol gira en
torno a los siguientes dos binomios temáticos:
El primero es Nacer según la carne vs. nacer según la Promesa. El
nacimiento de Ismael, el primer hijo del patriarca, se efectuó conforme a las
leyes naturales, los condicionamientos biológicos que rigen las pautas de la
reproducción humana y de otras especies de nuestro mundo. Abraham deseaba con
vehemencia tener un hijo y, sencillamente, lo tuvo por los cauces marcados por
la naturaleza, mediante el concurso de Agar, esclava de su esposa Sara. En este
sentido, el empleo del término traducido como “la carne” (griego “sarx”) no
reviste las connotaciones teológicas negativas que ostenta en otros escritos
paulinos; solo hace referencia a la manera en que son engendrados los seres
humanos en condiciones normales. Sin embargo, el nacimiento de Isaac presenta
un significado totalmente distinto. Desde el comienzo de la historia
patriarcal, se deja clara constancia en el texto sagrado de la edad avanzada de
Abraham y su esposa Sara, así como de la esterilidad de esta (Gn. 11:30; 12:4).
Ello hace del nacimiento de Isaac, hijo de ambos, un auténtico milagro, una total
alteración del curso de la naturaleza, máxime tratándose de unas épocas en las
que no existía nada parecido a la fecundación “in vitro” ni ninguna otra de las
técnicas que hoy se emplean para combatir la esterilidad. Toda la narración
sagrada es unánime en presentar la gestación y el nacimiento de Isaac como obra
de una intervención divina muy directa en la Historia de la Salvación. Ismael
nace conforme a los cauces marcados por la biología; Isaac, en cambio, por una
manifestación especial de la Gracia de Dios, que actúa con un propósito de
amplios alcances: Isaac se convertiría en el padre de Jacob, el cual sería a su
vez el progenitor de las doce tribus de Israel, y por tanto ancestro directo
del Mesías. No deja de resultar algo extraordinario el pensar que toda la
Historia de la Salvación se inicia con una pareja de ancianos, de la cual la
esposa era una mujer estéril. La promesa divina siempre es soberana, por encima
incluso de las propias leyes naturales y sus condicionamientos.
Y cuando leemos en el v. 28 de Gá. 4
que “nosotros, como Isaac, somos hijos de la promesa”, no podemos por menos que
manifestar una inmensa gratitud al Supremo Hacedor. Nuestro nacimiento en este
mundo, nadie lo pone en duda, ha obedecido a las mismas leyes naturales que hicieron
posible el de Ismael y el de la totalidad del género humano; pero nuestro
nacimiento como hijos de Dios, como discípulos y seguidores de Cristo, no está
sujeto a esas pautas. Nadie puede, por su propio esfuerzo o por una simple
decisión ante un asentimiento intelectual o emocional, convertirse en cristiano
si Dios no se lo concede de modo específico. El propio Jesús lo afirma en un
conocido pasaje (Jn. 6:65). Tomar conciencia de este hecho, implica una enorme
responsabilidad, pues este nacimiento según la promesa conlleva un claro
propósito al que estamos indefectiblemente llamados. Helo aquí:
El segundo es Nacer de y para la esclavitud vs. nacer de y para la libertad.
Las expresiones utilizadas por San Pablo Apóstol en el texto de esta alegoría
pueden resultar un tanto crudas para nuestra sensibilidad actual, pues darían
la impresión de que un destino aciago pendiera sobre Ismael y sobre quienes,
como él, nacen de madre esclava y vienen a este mundo como esclavos. Aun
sabiendo que las figuras empleadas hacen referencia a situaciones, no de
esclavitud de látigo y grillete, sino de pensamiento, el lenguaje empleado
resulta duro. Pero es muy real, desgraciadamente real. La Epístola a los
Gálatas responde a la necesidad que tiene el Apóstol de “poner los puntos sobre
las íes” en las iglesias de Galacia, debido a la irrupción de grupos
judaizantes, legalistas, distorsionadores del evangelio de Cristo, que
predicaban a la sazón un regreso a las normas y estipulaciones de la ley de
Moisés, con lo que representaban un penoso paso atrás en relación con las
Buenas Nuevas de Jesús. Nacidos en esclavitud, solo querían esclavizar con una
ideología ya obsoleta. Pero nos equivocaríamos de forma radical si
contemplásemos tal cuadro como algo anecdótico acaecido en aquellos primeros
años del cristianismo. Por desgracia, las sectas y los grupos legalistas no son
cosa del pasado en exclusiva; en nuestros días proliferan dentro del campo cristiano
los movimientos orquestados en torno al Antiguo Testamento, sus estipulaciones
legales y hasta una supuesta interpretación de sus profecías, de modo que el
evangelio de Jesús se convierte en algo muy secundario: las vidas de los
adherentes a este tipo de sectas están completamente marcadas por puros signos
externos de praxis religiosa judaizante (en el mal sentido de la palabra).
Muchos de los brotes del fundamentalismo evangélico hodierno ostentan estos
mismos colores, por lo que caen dentro de la cruda definición apostólica de
nacidos en y para esclavitud.
El creyente en Cristo, por el
contrario, nace en y para libertad. Somos libres en Jesús. Solo si él nos libera,
somos realmente libres (Jn. 8:36), es decir, exentos de toda esa maraña de
mandatos, observancias y reglamentaciones que suponen un yugo en exceso pesado
para cualquiera, como reconoce el mismo apóstol San Pedro en Hch. 15:10. Pero
esta libertad, fruto directo de un nacimiento conforme a la promesa divina,
nunca debe ser mal interpretada en un sentido exclusivista. Que Dios nos haga
nacer libres y para libertad no implica que él rechace a los que nacen únicamente
según la carne y para esclavitud. La realidad es muy otra. Decíamos antes que
hay un propósito eterno en los nacimientos según la promesa, y es este: nacemos
para libertad a fin de compartirla con los que no son libres, con la finalidad
de que ellos también lleguen a serlo; nacemos a la luz de Cristo para ser, a
nuestra vez, cauces mediante los cuales Cristo impartirá la luz a los demás. No
somos libres para nuestro disfrute exclusivo; no hemos sido beneficiarios de
una promesa divina para encastillarnos en una falsa división de la humanidad
entre “buenos” y “malos”, sino en tanto que colaboradores de Dios en la obra de
la expansión del evangelio. Solo de este modo tienen sentido las palabras de
Jesús “Vosotros sois la sal de la tierra” y “vosotros sois la luz del mundo”
(Mt. 5:13,14). Quien no ha tenido la bendición de nacer libre juntamente con
nosotros, puede experimentar la libertad en Cristo por medio de nuestro
testimonio, y convertirse a su vez en instrumento de la Gracia de Dios para
otros más, que a su vez actuarán de igual modo. Mientras haya en este mundo
seres humanos sometidos a sistemas de pensamiento, filosóficos o religiosos,
que los esclavicen y los alienen, seguirán naciendo hijos de Dios según la
promesa para mostrarles el camino de la verdadera libertad.
La conclusión a la que llega San
Pablo es clara y sin tapujos: al igual que, en los tiempos patriarcales, el que
había nacido esclavo perseguía al nacido libre, así también sucede hoy (Gá.
4:29). No tiene nada de extraño. La proclamación de la libertad en Cristo echa
por tierra los castillos de naipes sobre los que se cimentan los legalismos, la
falsa seguridad de ser “los buenos”, “los que cumplen”, “los que se
distinguen”, que proporciona. Allí donde el legalismo impera, el evangelio de
Cristo no se percibe con buenos ojos, genera problemas, causa disturbios,
supone una amenaza. Algunos de nuestros contemporáneos lo saben muy bien, lo
viven a diario en sus propias carnes.
Pero ello solo puede impulsarnos a
una más contundente predicación de las realidades del evangelio, incluso contra
vientos y mareas. Por la Gracia exclusiva de Dios.
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